miércoles, 29 de mayo de 2013

Día 232. Battambang y Sihanoukville




Cuando el autobús entró en Battambang, unos seis conductores de tuk-tuk empezaron a perseguirlo con carteles en la mano en los que se anunciaban diferentes hoteles de la ciudad. Nosotros pensamos que quizá en esos hoteles les daban comisión, pero resulta que no, que la misión es conseguir que te subas al tuk-tuk para venderte un tour por la ciudad para el día siguiente. 



Fotos desde el tuk-tuk
El chico que corría al lado de nuestra ventanilla no debía de ser mucho mayor que nosotros, al bajar del bus en seguida nos dijo que por un dólar nos llevaba al hostel, y con eso nos pilló. Le dijimos que de acuerdo, se puso una de nuestras mochilas al hombro y nos fuimos al hostal Chhaya. Parecía un hospital reconvertido en hostel, con unas noventa habitaciones con baldosas blancas casi hasta el techo, ventilador y agua caliente (si tenías la suerte de que al bidón de agua le había dado el sol durante todo el día). 

Total, que el conductor del tuk-tuk nos pareció majo, así que pactamos precio y nos fuimos a turistear. Empezamos por el bambú train, donde disfrutamos como niños. Se trata de una plataforma hecha con bambú en la que te sientas y te llevan por las antiguas vías del tren (con unos baches y unas curvas que te dejan la espalda bien masajeada). 



La gracia añadida es que sólo hay una vía, así que si te viene otro bambú train de cara, uno de los dos tiene que parar, hacer descender a los pasajeros, desmontar la plataforma y cuando el otro ha seguido su camino, volver a montar todo el tinglado. Y lo “mejor” de todo es que éste es el sistema que utilizaban los camboyanos a diario antes de que construyeran las carreteras. 

Baja, desmonta, sube...
Nos llevaron hasta la población más cercana. Allí hacen una “parada técnica” de quince minutos y si quieres, puedes comprar algo de beber, una camiseta o un pañuelo a alguna de las familias que viven a los alrededores. 

Nosotros nos sentamos con una mamá y una niña que nos hicieron diferentes figuritas con unas hojas de bambú, algo que seguro que hacen para todos los turistas, pero la niña era taaaaan monaaaa que nos comimos un mango y nos compramos un pañuelo. Con éste atado a la frente y el saltamontes de hoja de bambú colocado en el pelo, no había quien me sacara de allí. Pero iban llegando otros vagones de bambú y era el turno de otros turistas para recibir un saltamontes, así que nos reunimos de nuevo con nuestro tuktukero. 



Siguiente parada: el templo en el que, al parecer, se inspiraron para construir Angkor Wat. Tras subir las doscientas y pico escaleras, llegamos casi sin aire al templo que, efectivamente, tiene un enorme parecido con el de Angkor. Las construcciones parecían bastante inestables y los carteles de “peligro de derrumbe” no invitaban a quedarse mucho tiempo por allí. 



¡Cuidado con las minas!
Hubo dos cosas que nos llamaron mucho la atención (y que nada tienen que ver con el templo): la primera, que unas chicas camboyanas se quisieran hacer una foto con una chica occidental alta y rubia, a sus ojos casi salida de otro planeta. En ese momento nos pareció una situación graciosa, pero más nos lo pareció aún cuando días más tarde le ocurrió lo mismo a Fran con cinco chicos orientales. Estoy echando una foto en Kampot y, de repente, lo veo rodeado de cinco chicos y uno de ellos le pregunta: “¿Me puedo hacer una foto contigo? ¿Qué eres, australiano? ¿Inglés?” Y Fran: “No, de Spain.” Total, que los cinco maromos lo rodean y se agarran por los hombros. Salen otros dos orientales de la nada y les empiezan a echar fotos. Y Fran con cara de póquer. ¡Menudo momentazo! La segunda cosa curiosa, la agilidad con que una niña de unos siete años subía los doscientos y pico escalones para intentar vender un pai-pai a todo turista que veía. Y a nosotros que se nos salía el corazón por la boca…

Fran y sus fans
Seguimos con nuestra visita por los alrededores de Battambang. Fuimos a la  Killing Cave, cueva a la que los Jemeres Rojos lanzaban a todos los que no eran sus simpatizantes, entre ellos muchos monjes, intelectuales y gente con gafas (sí, así de simple y monstruoso). En el interior yace un buda recostado y de alguna forma los camboyanos han conseguido convertir esa caverna del horror en un lugar para honrar a los miles y miles de asesinados. Aun así, ver los restos de huesos y piel metidos en una especie de jaulas de cristal pone el vello de punta.  





Visitamos también un templo hinduista que había por allí cerquita y nos cruzamos con una familia entera de monos de culo rojo y mucha mala leche. Por último, fuimos a la Bat Cave, algo que en un principio me pareció un poco chorra (una cueva con murciélagos), pero que luego resultó ser realmente impresionante. Yo me había imaginado dentro de una cueva llena de murciélagos y mucha gracia no me hacía, la verdad. Pero no era ese el tema. La gracia es que a las seis de la tarde, millones y millones de murciélagos abandonan la cueva para comer durante la noche y regresar de madrugada a su hogar. Es una lástima que en las fotografías no se llegue a apreciar la cantidad de murciélagos que llegaron a salir de la cueva, pero fue algo que nos dejó con la boca abierta un buen rato.   


Abandonamos Battambang  dos días después y nos dirigimos a Sihanoukville. ¡Craso erroooooor! No hay pueblo que nos haya decepcionado tanto y no porque el diluvio que cayó no nos dejara apreciar la belleza del lugar. Pensábamos que íbamos a llegar a un sitio de playa bonito, con bares y restaurantes, sí, y turístico también. Pero nos encontramos con unas playas tan llenas de basura que daba miedo andar por la arena. Y eso que es el principal destino playero del país. 



Nuestro consejo para los que quieran playa en Camboya: hay que pasar de Sihanoukville, seguir recto hasta Kep y navegar hasta la Rabbit Island. ¡Muchísimo mejor! 

viernes, 24 de mayo de 2013

Día 228. Salir de Tailandia, entrar en Camboya y aterrizar en Siem Reap

Habíamos oído y leído mucho acerca de cruzar la frontera entre Tailandia y Camboya por el paso de Poipet. La mayoría eran cosas malas, pero pocas opciones teníamos porque ésa era la entrada que mejor nos venía para llegar a Siem Reap y los templos de Angkor.


Nuestro templo favorito en Angkor, el de las mil caras
Hay muchos blogs en los que explican las malas experiencias con los viajes organizados desde Kao San Road, precios desorbitados, funcionarios que te intentan timar en la frontera diciéndote que no te puedes sacar el visado en el lado de Camboya, ¡todo un jaleo! Así que como estábamos hartos de leer cosas disparatadas y como llega un momento en que ya no te fías ni de tu sombra, decidimos pasar de viajes-todo-programado y hacerlo por nuestra cuenta. 



Tardamos un total de nueve horas para ir desde Bangkok hasta Siem Reap, lo cual no está nada mal. A las cinco de la mañana salimos del hotel y agarramos un taxi que nos dejó en la estación de trenes. Por poco más de un euro, y aproximadamente cinco horas después, el tren nos iba a dejar en Aranyaprathet. El viaje fue asombroso. Pocos turistas (unos seis) decidimos ir hasta la frontera en un tren de tercera, con bancos de madera y ventiladores colgando del techo. Pero, de nuevo, el viaje fue asombroso: por el paisaje rural tailandés, las vendedoras ambulantes, las veinte señoras que subieron tras comprar en el mercado del pueblo de al lado y el buen señor que no dejaba de interesarse por la procedencia y la comodidad de todos los foráneos. 





Con los pies en Aranyaprathet, agarramos un tuk-tuk hasta la frontera, donde debíamos sellar el pasaporte para poder salir de Tailandia. Lo llevábamos todo muy claro y estudiado, así que cuando nos vimos delante de la tienda de los compis del tuktukero, empezamos a olernos el percal. “Aquí, aquí, para el visado, aquí. Entrad, entrad.” Nosotros, como quien oye llover, agarramos las mochilas y nos piramos. Siempre con un “No, thank you”, por supuesto.  Llegamos a las oficinas tailandesas y en cinco minutos ya estábamos yendo hacia Camboya. Como decíamos, uno ya no se fía ni de su sombra, por eso a todo aquel que nos indicaba hacia adónde teníamos que ir lo mirábamos con cara de “¿seguro?”.  


Nosotros todo recto y tras atravesar ese extraño mundo que hay entre país y país en el que te puedes encontrar desde un burdel, hasta un casino, pasando por vendedores ambulantes de cualquier cosa, llegamos a las oficinas de inmigración camboyanas. Habíamos oído que la policía de aquí es una de las más corruptas del mundo. De momento no lo sabemos y tampoco queremos comprobarlo, pero lo que sí que vimos es que son unos cachondos. Repasaron uno a uno todos los sellos de nuestro pasaporte mientras se tronchaban de la risa. 

Y en un abrir y cerrar de ojos ya estábamos en Camboya. Ahora sólo quedaba llegar hasta Siem Reap. Por suerte, coincidimos con dos chicos alemanes majísimos y compartimos un taxi. 


En el mercado nocturno de Siem Reap


Barbacoa khmer, con cocodrilo incluido
Siem Reap nos recibió con lluvia, un diluvio universal que duró sólo veinte minutos. Los siguientes días hizo tanto sol que nos salieron hasta ampollas. El principal reclamo de la ciudad, y del país, son los templos de Angkor, con dos millones de visitas cada año. Y no es para menos. Estas construcciones religiosas son impresionantes, datan de los siglos IX d.C al XV d.C y han sobrevivido a la masacre de los Jemeres Rojos y la guerra con sus vecinos vietnamitas. 


Pierna de Débora llena de ampollitas





Pasamos tres días recorriendo en bici la mayoría de los templos. Os podríamos volcar aquí todos los datos históricos que se pueden encontrar en las guías y en internet, pero preferimos colgar algunas de nuestras cuatrocientas fotos para que veáis todo lo que los textos no dicen.

















Llevábamos sólo un día en Camboya y ya nos habíamos quedado con la boca abierta. Y aún no habíamos visto nada… del país más pobre en el que de momento hemos estado y  donde, curiosamente, vive la gente más amable y más sonriente que vamos a conocer.