Paramos en Oaxaca entre otras cosas para no hacer del tirón las interminables horas de autobús que hay entre Puerto Escondido y Ciudad de México. Vamos con la idea de encontrarnos con una ciudad de paso, pero en realidad nos topamos con un lugar agradable y colorido, mucho ambiente y una producción artística muy importante. Hay cafés por todos lados, en los que uno se podría estar horas y horas leyendo tan a gusto que apenas se daría cuenta del paso del tiempo. Hay librerías, museos y facultades.
Restaurantes en cada esquina (Oaxaca también se caracteriza por su riqueza e iniciativa culinaria). Pero como nuestro presupuesto es más bien reducido y nos parece que es un poco pronto para darnos un capricho y meternos en un bonito restaurante a comer, decidimos comprar un perrito caliente en los puestos de delante de la catedral.
El picante huele a dos metros de distancia. Volviendo al hostal, casi palmamos: con la boca cerrada, nos arde todo; con la boca abierta, el aliento potencia el picor del jalapeño. ¡Queremos moriiiiir!
Está claro que el que está hecho para el picante está hecho para el picante. Sólo llevamos tres semanas fuera de casa y ya tenemos claras dos cosas:
1. Nuestros estómagos no están hechos para el picante.
2. Cuando un mexicano dice que algo no pica, te quemas el esófago.
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