A las seis de la mañana ya estábamos en la puerta del hostel, así que nos fuimos a desayunar algo mientras los dueños se acababan de despertar y después nos instalamos en nuestra habitación. Dormimos un buen rato y, como de costumbre, nos dirigimos al centro en busca del mercado y algún sitio donde comer.
Da Lat, como cualquier otro lugar en Vietnam, está plagado de motos, leds y karaokes, pero tiene la peculiaridad de que, al estar ubicada entre montañas, sus calles no te dan un respiro: o vas cuesta arriba o cuesta abajo. Nuestro paseo por el mercado fue de lo más divertido que hicimos. Nos gusta observar los colores de las plazas y ver qué se cuece en ellas. Y en este caso, además, descubrimos algunos puestos para comer que no tenían mala pinta. Escogimos uno y entre nuestras señas y alguna palabrilla en inglés que sabía la mujer, acabamos pidiendo platos que estaban muy ricos. Lo más gracioso de todo fue que la señora, al no vernos demasiado desenvueltos con las salsas, el papel de arroz, las hierbitas y demás, de vez en cuando se nos acercaba y nos decía cómo teníamos que comernos las cosas, casi como si tuviéramos a nuestras madres con nosotros, jejeje.
Al día siguiente, alquilamos una moto y nos dispusimos a recorrer los alrededores, que prometían bastante: cascadas, campos de café y verdes montañas por todos lados. Sin embargo, el resultado no fue el esperado porque entre las indicaciones que nos dieron en el hostel (que fueron: todo recto y llegáis a todos sitios), que en la zona casi nadie habla inglés y nuestra falta de orientación, al primer lugar que llegamos fue al vertedero del pueblo, y pensamos «Pues aquí no debe de ser.» Dimos media vuelta y nos fuimos en la otra dirección. Después de un buen rato dando tumbos para aquí y para allí, y con el consuelo de que no éramos los únicos turistas perdidos (no hacíamos más que cruzarnos todo el tiempo con una pareja de ingleses que estaban igual que nosotros), decidimos cambiar el destino, olvidarnos de las cascadas de las afueras y buscar las que estaba a la entrada del pueblo. Pero tampoco las encontramos, y como no hay nada mejor para levantar el ánimo que llenarse la barriga, nos sentamos en el primer puesto callejero que vimos a comernos unos riquísimos noddles.
Nos desanimó un poco no encontrar las cascadas, que son el atractivo principal de la zona, pero tenemos que decir que las plantaciones de café y las de rosas y tulipanes son muy bonitas. Ahora bien, nuestra estancia en Da Lat no pudo acabar mejor: tomando vino de arroz, al que nos invitó el matrimonio que lleva el hostel, con el resto de huéspedes, tres parejas más. Y entre chupito y chupito, risa y risa nos fuimos a dormir bien alegres.
No sé cuántas horas y dos autobuses después, llegamos a Hoi An. Estábamos un poco cansados, pero aun así pasamos de los taxistas y nos fuimos xino xano hasta el hostel. Nos dieron una habitación más grande que muchos pisos de BCN, pero la auténtica sorpresa fue que formaba parte de una pequeña cadena de tres hoteles que había en el pueblo: nuestro hostel, un hotel normalito y otro de lujo. Pues bien, lo mejor es que teníamos acceso al hotel de lujo, que estaba a una manzana del nuestro, con piscina y desayuno de buffet. ¡Tomaaaa!
En Hoi An estuvimos cuatro días, nos pareció un pueblo precioso, al borde del río y con un casco antiguo muy muy chulo. Aquí empezamos a notar cierta influencia china, tanto en las estructuras antiguas de las casas como en los comercios más actuales. Y también la presencia de más turistas, que durante el día desaparecen y por la noche parece que los suelten a todos de golpe. Además, de día el centro está cortado al tráfico, así que sin turistas ni coches, resulta un placer caminar por las estrechas calles del centro, donde todo el mundo te saluda.
La mejor forma de recorrer los alrededores de Hoi An es la bici. Las carreteras son súper planas, con árboles, de modo que acercarte a las playas no requiere mucho esfuerzo. Eso es lo que hicimos nosotros, y a las nueve de la mañana, después de pagar el correspondiente parking de la bici (¡manda huevos!), llegamos a una impresionante playa semidesierta (aunque siempre hay algún bar), de arena blanca y aguas cristalinas. Pasamos toda la mañana disfrutando de una de las mejores playas que hemos visto de momento y por la tarde nos dirigimos a la que van todos los turistas, que tampoco está mal, incluso ponen música por megafonía, pero se encuentra más integrada en el pueblo y con los edificios pierde un poco de encanto.
Ese punto en medio del mar es Débora |
Creo que echaremos de menos Hoi An, sobre todo cuando salíamos a cenar a uno de los puestecitos que daba al río y luego a pasear, con las calles llenas de farolillos de colores y con música clásica de fondo. Como no podía ser de otra manera, caímos en la turistada de colocar un par de farolillos encendidos en el río. La niña que nos los vendió era monísima y, como siempre, no pudimos resistirnos.
Hoi An nos pareció uno de los rincones con más encanto del Sudeste asiático, así que nos fuimos de allí bastante contentos. Un estado de ánimo que diez minutos después de salir del hostel desapareció. Cuando llegamos al bus que nos tenía que llevar a Hue: ¡sorpresa! Nos damos cuenta de que han vendido más billetes que asientos disponibles y nos toca viajar en el suelo, amortiguados por unas minicolchonetas, en medio del pasillo. «Ya os podéis estirar, chicos», el problema es que el pasillo era tan estrecho que Fran no cabía y tuvo que viajar cual contorsionista, encajado en el espacio que había entre litera y litera. Ahora mismo nos reímos de lo sucedido, pero en su momento Fran estuvo a punto de quemar el autobús de lo cabreado que estaba. Primero, que te hace pagar el doble o el triple que a los locales. Y segundo, que no tienes a quién reclamar. ¿Al del hostel que te ha vendido el pasaje y que te dirá que es cosa de la compañía? ¿A la compañía, cuya oficina no tienes ni idea de dónde está porque te han llevado directamente del hostel a la estación? ¿Al del bus, que no sabe hablar inglés y que si supiera te iría que fueras a esa oficina que no sabes donde está?
Más relajados y sonrientes de nuevo llegamos al Google hostel (seguro que le pagan a google el derecho de utilizar su nombre), que para pasar una noche no estuvo nada mal: habitación doble con wifi y aire acondicionado, y cerveza gratis desde las cinco de la tarde hasta las once de la noche.
Después de instalarnos, fuimos a pasar el día a la ciudadela, el recinto enmurallado en el que vivía el emperador, con un montón de palacios, jardines y lagos. Muy impresionante y bonito.
A media tarde, justo antes de que cayera el diluvio universal, ya estábamos de regreso en el hostel, con una cervecita en cada mano, viendo llover. Unas cervecitas más y nos fuimos a la cama, que al día siguiente nos esperaba un largo viaje en bus (esta vez nada de suelo) hasta Ninh Binh.
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