Tailandia nos recibió con una bofetada en la cara: cuarenta y tres grados a la sombra y tal porcentaje de humedad que sudábamos hasta debajo de la ducha. Tras más de veinte horas de vuelo, aterrizamos en el hostel a las cuatro de la tarde e hicimos lo que nos pedía el cuerpo, acostarnos a dormir y no despertarnos hasta pasadas las once de la noche. Como a esas horas ya no teníamos sueño y el ventilador de techo parecía que sólo daba aire caliente, salimos a la calle en busca de una cervecita bien fría.
Turistas inspirados decoraron algunos rincones de la habitación.
Nos costó cuatro días adaptarnos al nuevo horario y al bochornazo de la ciudad más extremada de Tailandia. Hicimos las visitas de rigor a los templos y visitamos también el mercado flotante. Pra Athit Road y Kao San se convirtieron en nuestros lugares favoritos para comer a muy buen precio, beber zumos exquisitos y tomar ice coffees aún más ricos. Entre paseo y paseo acudíamos a la oficina de turismo con cualquier excusa para refrescarnos con su potente aire acondicionado. Y de frío en frío y calor en calor, Fran agarró el constipado de su vida.
Para comer, puedes escoger entre todo tipo de bichos
Con humor cuando el recepcionista del albergue no entiende lo que le estás preguntando y te habla mal. O cuando miras la carta de un bar durante más de treinta segundos, la tipa se cabrea y te dice que te largues a comer a otro sitio. O cuando le dices al del tuk-tuk que te lleve al mercado flotante y te deja en la puerta de casa de su primo, que también tiene un bote.
Lo bueno de todo esto es que la cosa sólo podía mejorar y como de un tiempo a esta parte nos hemos convertido en unos optimistas de marca mayor, decidimos darnos otra oportunidad (y a la ciudad también) y quedarnos cinco días del tirón.
Como os contábamos, dedicamos todo un día a ir de templos. Nos descalzamos para ver al pequeño buda esmeralda, paseamos por el recinto que acoge el palacio real y, por último, fuimos a ver al buda recostado. Nos quedamos sin palabras ante tales maravillas de la construcción, por la forma, los colores, la historia… Aunque más maravillada quedé yo que Fran porque el pobre sólo hacía que moquear, apartar gente y sudar la gota gorda.
Cando nos reconciliamos con la ciudad a base de consumir Pad Thai, fried rice, rollitos de primavera y crêpes, nos pareció buena idea visitar alguna de las islas del golfo tailandés. Nos habían hablado genial de Ko Tao, así que agarramos los bártulos y tras esperar una hora a que pasara el bus de línea, nos plantamos en la estación. Siete horas de bus y dos de ferry después, llegamos a la isla.
Alquilamos una moto —justo un año después del incidente de Formentera— y casi nos da un infarto. En Ko Tao no cortan montaña para hacer carreteras, sino que asfaltan allí donde les parece y ponte a subir y bajar cuestas con pendientes de vértigo. No era raro ver a gente con un brazo o una pierna vendados. Esta vez no nos pasó nada y pudimos llegar hasta los mejores rincones de la isla. No me quiero adelantar pero diría que la mejor cala que hemos pisado está en Ko Tao…
También hicimos snorkel con Roland, un tipo muy guay y muy particular que salió en Callejeros Viajeros, islas de Tailandia. Como fue una excursión de un día sólo para tres personas nos llevó a puntos impresionantes con rocas y cuevas por las que se colaba la luz. Era complicado no cagarse de medio…
Bangkok no deja indiferente al turista: o la odias o la amas, o entras en escena y bebes cerveza hasta reventar, te haces trencitas en el pelo y te compras una camiseta fucsia que ponga “same same but different” u observas desde la silla del bar tomándote un fried rice with chicken and cashw nuts con un lemon juice. Nosotros hicimos lo segundo. Nos gusta observar. Ver cómo el ritmo se acelera a medida que pasan las horas, cómo te sonríen para que agarres un tuk-tuk, oír “hola, ¿qué tal?” para que entres a hacerte un traje, “massaaage, massaaage”, ver algunas caras que pensabas que ya no estaban y, aunque no del modo salvaje en que lo hacen algunos, dejarte llevar por la corriente…
Pero luego está el lado que nos horripila: niños trabajando a horas y edades en las que no deberían, un chico deslizándose por debajo del asiento del bus para intentar sacarte algo de la mochila, señores mayores occidentales con asiáticas demasiado niñas, la sensación constante de ser un billete con patas… La necesidad extrema flota en el aire. Bangkok te maravilla o te horroriza. Y a nosotros parece que nos va a volver bipolares.
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