lunes, 29 de abril de 2013

Día 185. Santa Fe, gatos, bizcochitos, Chajarí y Falcons


Llegamos a Santa Fe con la idea de quedarnos un par de meses y trabajar un poco. Pero como las cosas a veces no salen como a uno le gustaría…, nos relajamos mucho y trabajamos más bien nada. 

Todo empezó el 26 de abril. Llegamos a la estación de buses a las tres de la tarde, con dos horas de retraso, de modo que Yair y Natali tuvieron que hacer un par de viajes a la terminal para ir a buscarnos. ¡Pobres! Nuestros últimos días en Argentina, excepto los que estuvimos en Iguazú y Buenos Aires, los hemos pasado en su compañía y ha sido un continuo de buenos momentos y risas. 



Para empezar, nos dejaron el piso de Yair, con gatos incluidos, para nosotros solos y a los pocos días de llegar, nos llevaron casi una semana de ruta por Chajarí, el pueblo de donde proceden ellos y donde viven sus familias. En pocas horas dimos un paseo de 300 km, y la verdad es que entre mate y mate y dale que te pego a los bizcochitos, a todos (Yair, Nata, nosotros, los gatos y el perro) se nos pasó el viaje bastante rápido. 






Chajarí es más tranquilo que Santa Fe, a pesar de que tiene suficientes habitantes como para entrar en la categoría de “ciudad”. Creo que visitamos a casi todos los parientes y nosotros encantados, nos recibían con los brazos abiertos y la mesa puesta. Comimos que dio gusto, y entre rato y rato aprovechamos para ir al camping (esto es, la playa). Nos fuimos de Chajarí como congitos y con las tripitas algo más sobresalientes. 


 


Tras esos  días de paz y tranquilidad, volvimos a Santa Fe y empezamos a buscar trabajo. Yo opté por las correcciones y Fran encontró trabajo en la panchería (esto es, un frankfurt) en la que había estado trabajando Yair. De un día para otro, ya estaba preparando panchos como un campeón junto a Juan, Rodri, Lucas, Chechu, Mela, Lula, Mario y Antonella para la juventud santafesina que salía del boliche (esto es, la discoteca) a las cinco de la mañana.





Con lo del trabajo solucionado, sólo nos quedaba encontrar un lugar donde vivir, porque no podíamos quedarnos en casa de Yair hasta la eternidad. Después de renunciar a un piso de alquiler porque nos pedían infinidad de garantías que, evidentemente, no teníamos, decidimos probar suerte en el único hostel de la ciudad.  Y en ese momento, las cosas se empezaron a torcer. Los dos meses que habíamos acordado con las jefas del alojamiento se convirtieron en dos semanas y media porque cerraban las puertas por vacaciones, las gotas que colgaban del extractor de la cocina cual estalactitas grasosas no desaparecían nunca, una noche tuvimos la repentina visita de un ratón, casi morimos atropellados por un autobús y para colmo, Fran hacía muy pocas horas y la corrección iba a tardar más de lo pensado. ¿Qué c#ño hacemos ahora? 

Después de varios días dándonos de golpes contra la pared, lo vimos claro: era el momento de despedirse de Argentina y volar a Tailandia. Así que compramos los billetes para finales de abril y empezamos a planear la ruta. De repente, la presión, el agobio, el estrés y las dudas desaparecieron. 

Durante unos días, habíamos perdido el norte, nos habíamos olvidado del objetivo principal del viaje. Pero, en realidad, la “solución” estaba ahí, con volver a escucharnos era suficiente. Así que, de repente, dimos un giro inesperado a esta historia. 



Durante esas semanas en Santa Fe y Chajarí vivimos más de cerca lo que aquí denominan “argentinidad”. En numerosas ocasiones gente del propio país nos ha dicho que los argentinos se creen el ombligo del mundo y que hay un dicho que los identifica bastante: “Compra un argentino por lo que vale y véndelo por lo que cree que vale”. No tenemos ni idea de si esto es cierto o no, de si son perezosos, psicólogos o donjuanes, sólo hemos estado aquí dos meses y si algo hemos aprendido en este viaje es que no se puede generalizar. Pero es cierto que hay costumbres/actitudes que nos han parecido curiosas. A eso es a lo que nosotros vamos a referirnos por “argentinidad”. Así que, sin ofender a nadie, aquí van algunos ejemplos:

¿Qué es esa costumbre de salir el sábado por la noche a pasear por el centro del pueblo sin bajar del coche? ¡Argentinidaaad!

¿Que en urgencias un policía llega y se pone porque sí a la cabeza de la cola con su mujer embarazada? ¡Argentinidaaad!

¿Que tienes que andar con mil ojos para que no te atropellen en un paso de peatones? ¡Argentinidaaad!

¿Que te hacen un contrato de teléfono con el DNI de alguien que no has visto en tu vida porque tú no eres residente? ¡Argentinidaaad!

Para los que quieran saber más acerca del concepto de "argentinidad".

Hay que tomárselo con humor y hay que aceptar la buena y la mala, porque lo mismo te cruzas con una niña de diecinueve años que va diciendo por la calle que los argentinos se sienten maltratados en España, como que un par de argentinos que conoces de un tour de tres días en el salar de Uyuni te abre la puerta de su casa como si fueras familia. Eso pasa, así que sigamos.


Nos dio pena despedirnos tan pronto de Yair y Nata. Los conocimos en Bolivia y nos conquistaron cuando nos contaron que les ponían mantras a sus gatos, pero no nos despedimos de ellos en serio porque los esperamos volver a ver algún día, en Tailandia (donde estamos ahora mismo) o en Barcelona. 

Así que esta entrada se la dedicamos a ellos y a los grandes ratos que hemos pasado juntos: helados por aquí y por allá, picnic en la costanera, ahora jugamos al Duni, luego cenamos fideos chinos, comentamos acerca de la argentinidad, comentamos sobre la españolidad (¡Joder, tía!), hablamos y soñamos con el Ford Falcón, conocimos la Pastalinda, engañamos a la poli, nos hicimos adictos a las facturas, escuchamos Queen a todo trapo, paseamos en bici, charlamos sobre relaciones de pareja, sobre la familia, nos cortamos el pelo, probamos el tereré e hicimos desaparecer una furgoneta al anochecer. ¡Ahí es nada!



martes, 9 de abril de 2013

Día 175. El Calafate y el Chalten


Nuestra siguiente parada en Argentina fue el Calafate. Aunque muy preparado para el turismo, nos pareció un lugar acogedor, a diferencia del “vecino” Chaltén y sus vientos huracanados. Aquí las distancias son enormes: para ir de Ushuaia a Calafate nos demoramos aproximadamente veinticuatro horas, con ferry incluido y dos cruces de frontera (Argentina-Chile, Chile-Argentina) con el correspondiente sellado de pasaporte e inspección de bolsas. 

Volvimos a llegar al destino en plena noche, así que nos fuimos a dormir de inmediato. Y al día siguiente: ¡descanso! Nada de pensar qué visitar o cuántas horas caminar. Nos limitamos a recorrer la ciudad en busca de un parche argentino y de alguien que quisiera comprarnos la carpa y los sacos de dormir. No tuvimos suerte, el chico de la tienda de montañismo nos ofreció una ridiculez y declinamos la oferta. Por eso, cuando llegamos al hostel, sin ningún tipo de intención sino más bien desespero, le dijimos a la recepcionista que si sabía de alguien que quisiera un par de sacos y una carpa (casi) nuevecitos, nosotros queríamos vender los nuestros. Y de repente: “¡Yo te los compro! ¿Los puedo ver?” Media hora después, ya los teníamos vendidos. ¡Menudo peso que nos quitamos de encima!



Un recuerdo de nuestros sacos y carpa
La principal atracción del Calafate es el Perito Moreno. Ofrecen miles de tours para ir a visitar los tres glaciares de la zona, poder caminar por encima de uno de ellos y beber whisky con hielo Perito Moreno, escalar por sus paredes, adentrarse en sus cuevas… Pero, como hemos dicho, es el principal atractivo y los precios que piden ya os podéis imaginar cómo son, así que nos conformamos con un tour en barco y con andar por las pasarelas. 




Por segunda vez en estos meses (la primera fue en Machu Picchu), tuvimos las sensación de estar ante algo extraordinario, de otro planeta. Por mucho que te cuenten o que veas en  televisión, estar delante de la gran bestia de hielo es espectacular. Uno se imagina que será grande, pero es que es inmenso. Y precioso. Nunca antes habíamos visto tantas tonalidades de azul. De frente parece un esponjoso coral y desde arriba, un delicioso pastel de nata.   





Durante el rato que estuvimos allí, tuvimos la suerte, aunque en el fondo sea una desgracia, de ver un auténtico espectáculo de la naturaleza. Continuamente se fueron desprendiendo pequeños fragmentos del glaciar. A veces, tan pequeños que ni siquiera los percibíamos y sólo oíamos el estruendo. Pero en uno de esos desprendimientos, vimos cómo caía un fragmento de una de las paredes, de arriba abajo. No sabemos cuánto medía aquella lámina de glaciar, pero por lo menos el equivalente a un edificio de cincuenta metros. Provocó un ruido ensordecedor, como el de una bomba, sin saber cómo estallan las bombas, y el impacto que tuvo en el agua…, fue como un pequeño tsunami, cubrió vegetación y fragmentos de hielo de caídas anteriores.


¡Fijaos en el tamaño del barco de tres plantas al lado del glaciar!








Los días en el Chaltén fueron un tanto diferentes, pero tuvimos la suerte de coincidir con César un chico catalán que estudió derecho con mi vecina!!!  Él viene haciendo lo mismo que nosotros pero en la otra dirección, así que nos dio algunos consejos sobre el Sudeste asiático. Llevábamos demasiadas caminatas seguidas, así que decidimos frenar un poco, justo en la capital argentina del trekking. Estas cosas ya pasan. Descartamos andar nueve horas para ir a ver el monte Fitz Roy, nublado y con viento, sin garantías de ver demasiado, no gracias. Por eso subimos a uno de los muchos miradores desde donde observar el cerro Torre y nos acercamos al Chorrillo del Salto. Bien, bien cerquita. 







Todos estos días anduvimos con otros compis: Daniela y Chris (¡saludos, pareja!) y con ellos también nos encontramos en Bariloche, fuimos a la Cascada del duende y contemplamos el huevo de chocolate más grande habido y por haber y cambiamos de rumbo. Ellos, hacia Chile; nosotros, hacia Santa Fe. ¡Suerte chicos!





martes, 2 de abril de 2013

Día 172. Ushuaia


Aterrizamos en el Fin del Mundo a las 21.30 h. Nos pareció que para estar en el Fin del Mundo el lugar no era la bomba. Entramos en el hostel y repetimos sensación: un salón plagado de gente que se esparcía hasta la cocina, sucia, y con el fregadero a rebosar, una minihabitación para cuatro y un baño que se caía a pedazos. Por un momento quisimos salir de allí pitando, pero no sabíamos hacia adónde. Al día siguiente, lo vimos todo un poco mejor.



Ushuaia en sí no nos pareció gran cosa, pero cuando piensas que estás más cerca del Polo Sur que de casa, que allí tienen la oficina de correos del Fin del Mundo, que puedes buscar un boleto de último minuto para ir a la Antártida, que probablemente verás pingüinos, lobos marinos y ballenas… a uno se le despierta un nosequé por dentro que casi le hace flotar.



 Dimos los primeros pasos en dirección al glaciar Marcial. Ya habíamos alucinado con el Grey en Torres del Paine, por eso al oír la palabra “glaciar” esperamos algo similar. Llegamos al telesilla y el boletero nos comentó que podíamos subir la montaña andando, pues había unos dos kilómetros, “dos kilómetros y medio si queréis ver hielo”, añadió. 


Entusiasmados y bajo un sol de justicia, emprendimos el ascenso. No nos podíamos creer que en el pueblo más al sur de todo el  mundo andáramos en manga corta y sudando como pollos. La subida fue dura, empinada, se nos hizo eterna y cuando llegamos al final del camino un letrero decía “prohibido el paso, a partir de aquí es imprescindible andar con guía y el equipamiento adecuado”. ¿A partir de dónde? ¿Del charco de agua que había tras el letrero? ¿De los pedacitos de hielo que había en el suelo? Sí, había nieve en la montaña, pero ¿dónde leches estaba el glaciar?  


Quizás sea por el verano, quizás sea por el calentamiento global, o por ambos, pero en Ushuaia ya no hay glaciar. Es triste, sobre todo porque es una de las principales fuentes de abastecimiento de agua de la ciudad.

Al día siguiente nos adentramos en el Parque Nacional de Tierra del Fuego. Y antes de nada, visitamos la Oficina Postal del Fin del Mundo. Enviamos unas cuantas postales y, sí, le pedimos al señor de gafas grandes, bigote blanco y gorro azul que nos sellara el pasaporte. Estaba allí, retirado del mundanal ruido, entre sellos de goma, mapas y postales antiguas, pero bien podría haber habitado en el faro de San Juan de Salvamento o conduciendo un tren de vapor.  



Durante cuatro horas recorrimos la costa de este tranquilo y poco transitado lugar. La sensación de estar en el Fin del Mundo se hizo más patente que nunca. Éramos pocos, nos cruzamos en un par de ocasiones y sólo nos acompañó el repiqueteo del pájaro carpintero patagónico.





El recorrido terminaba en el lago Roca, justo al lado de un camping con un pequeño bar al que entramos para beber algo caliente. Allí, en el fin del mundo, donde alguien perdió la zapatilla, había un grupo de cuatro chicas españolas. Una vez más nos dábamos de bruces con la realidad de hoy: jóvenes que salen en busca de algo mejor, cansados pero optimistas. ¿Deberíamos empezar a pensar en no volver? ¿Deberíamos empezar a buscar trabajo en algún otro lugar que no sea “casa”?