Para llegar a Bocas del Toro tenemos que agarrar dos buses diferentes y una lancha (véanse más abajo las fotos del lavabo en la "parada de lanchas", no tienen desperdicio). Hablamos de buses, pero en realidad son minifurgonetas tuneadas al gusto del conductor. Las hay más sobrias, con el tapizado de los asientos en terciopelo gris; más ambientadas, con la cabina del conductor llena de abetos olorosos de todo tipo; más hi-tec, con un televisor de plasma más grande que el de muchos hogares españoles, y más pitbulleras, con el tapizado de flores y a ritmo de “Mami, dame ricoooo”, “Papi, toma tu medicinaaa”, “Me gusta sabrosonaaaa”. Al principio, hace cierta gracia: “Anda, aquí también suena Pitbull”, pero cuando ya van por la quinta canción seguida, lo único que quiero es tirarme por la miniventana de la minifurgoneta, si cupiera por ella, claro.
Directito al mar. |
La calle principal de Bocas del Toro. |
Durante nuestra estancia en Bocas también vamos a isla Bastimentos. Allí hay una playa llamada Red Frog, en la que se puede ver una especie de rana, diminuta y roja, que sólo vive en este rinconcito del mundo. Fran tiene la suerte de ver una. Como nos hace un día de sol espléndido, nos relajamos en la arena blanca una vez más. Aquí la palabra “estrés” no existe… Lástima que no tengamos fotos de este día, varios locales nos avisan de que los robos en dicha playa suelen ser frecuentes, así que decidimos dejar la cámara en el albergue e ir casi con lo puesto.
Foto de archivo. |
Cero estrés. |
Dejamos Bocas del Toro y nos dirigimos a Santa Catalina, uno de los mejores spots de todo Centroamérica para hacer surf, pero antes tenemos que pasar una noche en David. Así que, como comentábamos en la anterior entrada, regresamos a la primera ciudad que pisamos nada más entrar en Panamá.
El hostal está bien. Esta vez decidimos dormir en una habitación colectiva, son más baratas, y nos toca con una pareja de australianos, un alemán y un estadounidense entrados en edad. Hasta ahí todo bien, cap problema. La cosa empieza a enrarecerse cuando vemos que el señor estadounidense abre cada dos por tres su locker para beber de una botella que no alcanzo a ver… Olvidamos el asunto, pero diez minutos después de que el señor caiga rendido en su cama (sobre las once y media de la noche), empieza a roncar de la forma más exagerada que he oído en mi vida. Sólo diré que me dan ganas de levantarme y aporrearle con la almohada, pero sus repentinos gritos en inglés y los manotazos que da al aire me detienen. Una hora y media después, me levanto y me voy a dormir a recepción, con Gustavo, el vigilante nocturno, y Cutesi, el perro. Veinte minutos después, sale el chico australiano; diez después, su novia y cinco después, voy a buscar a Fran. Es imposible no volverse loco ahí adentro. Cuando el vigilante ve el panorama, nos cambia de habitación. Pero lo mejor de todo es que cuando Fran y yo entramos a la habitación donde el señor duerme tan a gusto a buscar nuestras cosas, nos damos cuenta de que el tío está espatarrado en medio de la cama… ¡en pelota picada! Como sus gritos en spanglish y sus movimientos espasmódicos no han sido suficiente, nos vamos a dormir con la imagen de la chorra de dicho señor en la mente. ¡Qué horror! ¡Y qué ganas de llegar a Santa Catalina!
Empieza a ser urgente arreglarle el ojo a Pingu. Laura, ¡ven corriendo! |
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