jueves, 20 de junio de 2013

Día 247. Phu Quoc – Can Tho – Saigón: primeras impresiones de Vietnam


Cruzar la frontera entre Camboya y Vietnam fue un puro trámite: un dólar como impuesto revolucionario para cada país, y si les das cinco porque no tienes un dólar, mucho mejor porque ellos no dan cambio. A pesar de todo, el proceso fue rápido, y unas horas después, nos estábamos comiendo un bocata en el puerto esperando a que nuestro barco saliera hacia la isla de Phu Quoc. 



No llevábamos ni medio día en Vietnam y ya habíamos percibido algunas diferencias con respecto a la población camboyana: en primer lugar, aquí escupe hasta el tato. Y no se cortan a la hora de hacer gorgoritos a dos centímetros de tu oreja. Lo mismo sucede con los mocos, da igual que te tengan delante, detrás o a cien metros, que si les pica la cavidad, para allá que van. Pasan las semanas y uno no se acostumbra a ciertas cosas. 




Llegamos a la isla de Phu Quoc súper contentos, nos habíamos dado un lujazo y habíamos reservado un bungalow en primera línea de mar. Como creíamos que estábamos en el centro, compramos el billete de bus en el mismo barco para que nos dejara en pleno pueblo. Cinco kilómetros después, el conductor nos dice que nuestro alojamiento está en la otra punta de la isla y que él no nos lleva. Detiene a un par de moteros que, efectivamente, nos llevan donde dios perdió la zapatilla, y volvemos a pagar. Así de empanados empezamos nuestra aventura en Vietnam.






Los bungalows estaban muy chulos. Y tuvimos la playa para nosotros solos durante los días que estuvimos allí, por eso no salimos ni del recinto del hotel. Playa-hamaca-playa-hamaca. Lo único que nos decepcionó, y mucho, fue que en el agua hubiera tanta basura. Ésta es otra de las cosas que no nos acaban de gustar de este país: que las papeleras (las pocas que hay) son invisibles. Cualquier cosa, sea un papel, una botella de plástico, los huesos del pollo, va al suelo, al mar, al río o al campo. Algo que también pudimos comprobar en Can Tho, la puerta de entrada al delta del Mekong y nuestro siguiente destino.    




El delta del Mekong te puede gustar más o menos, pero impresionar impresiona muchísimo. O por lo menos a nosotros nos dejó con la boca abierta. Nos levantamos a las cinco de la mañana para salir a surcar las aguas del quinto río más largo de Asia (nace en China y pasa por Birmania, Tailandia, Laos, Camboya y Vietnam) y nos encontramos a media ciudad comprando la fruta y la verdura en el mercado flotante: abuelas con la barca llena de provisiones y dándole que te pego al remo; señoras, barca con barca, poniéndose al día; cocineros llenando el bote de papas... Nos sorprende que manejen las barcas cual carro de la compra y, más aún, el modo que tienen los barcos de anunciar los productos que venden: 



Para anunciar lo que vendes, lo cuelgas en un palo, ya sea una sandía o una patata.









Seguimos la ruta por los diferentes brazos en los que se divide el río, vemos gente que regresa de los mercados, paseamos por los manglares, visitamos una fábrica de noodles y pisamos por primera vez un campo de arroz. Nos impresiona el verde césped de cada manojo y hacemos un montón de fotos. En ese momento no somos conscientes de que a lo largo de nuestro viaje por Vietnam, campos de arroz es lo que más pisaremos. Sólo con lo que recogen del delta consiguen abastecer a todo el país y parte del extranjero. 



Eso luego se convierte en noddles.


Ganándome el almuerzo.







Jejeje!!!!!
Nuestra última parada por el sur de Vietnam fue la agitada Saigón, una ciudad en toda regla: no faltan museos, parques, tiendas, bares, millones de ciudadanos y billones de motos. Dicen que las calles de Saigón hay que cruzarlas despacio para que las motos puedan esquivarte. Y así es. En alguna ocasión nos quedamos atrapados en medio de la carretera, con motos pasándonos por delante y por detrás, vislumbrando la luz al final del túnel. 


Estudiantes que entrevistaron a Débora.





No me gustaría ser electricista en Vietnam.
En la segunda ciudad más grande del país visitamos la catedral, la oficina de correos (grande y bonita como una estación de tren antigua), la ópera y el mercado. Aquí comprobamos que los vietnamitas no son tímidos a la hora de invadir el espacio personal de uno. No dudan en agarrarte del brazo o del hombro para llamar tu atención y que les compres algo, o para convencerte de que te están ofreciendo un buen precio. Este “descaro” nos sorprendió. Pero de entre todos los lugares que hemos visitado, diría que el que más nos ha impactado aquí en el sur es el Museo de los Vestigios de la Guerra, irónicamente ubicado en la que fuera la antigua sede del Servicio de Información estadounidense, en el que se muestran las consecuencias de la ocupación norteamericana.












Chili, chili, no veas como pica!!!!!!!
La exposición va directa al grano: empieza con un fragmento de la Declaración de Independencia de Estados Unidos en el que se dice que todas las personas son creadas por igual y con los mismos derechos, entre los que se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. A continuación, una pequeña muestra en imágenes de lo que finalmente se reconoció como un crimen de guerra cometido por Estados Unidos. Hay una segunda exposición con imágenes tomadas por fotógrafos de ambos bandos que resultaron muertos en combate, entre ellos Robert Kapa. Y una tercera donde se muestran los efectos secundarios provocados por el Agente Naranja, una arma química que empleó el ejército norteamericano para acabar con los bosques y la agricultura del país y que tuvo consecuencias horribles en la población vietnamita y algunos soldados estadounidenses. Las tres nos pusieron los pelos de punta, pero especialmente esta tercera.




  

Cuatro millones de vietnamitas murieron en esta guerra, tres de ellos civiles. Frente a los sesenta mil muertos estadounidenses. La intención de un museo como éste es la de no olvidar para que conflictos de este tipo no se vuelvan a repetir. Salimos de allí bastante descompuestos.


En bus cama para Hoi An.
      

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