lunes, 26 de noviembre de 2012

Día 58. Pedasí y playa Venao


Pedasí es un pueblo a medio desarrollar que promete. Organizado en una cuadrícula con calles llenas de casitas bajas, parece un lugar muy tranquilo. Hay un par de restaurantes y una cafetería algo más modernos, el resto son los minisupers y las refresquerías locales que hemos ido viendo en otros pueblos panameños. Decimos que parece que esté a medias porque para la cantidad de visitantes que debe de recibir en verano, vemos pocos servicios.  Eso sí, proyectos residenciales del más alto nivel empiezan a tomar forma.  Que no falten. Ojalá que no acaben con el encanto de este lugar retirado al que uno viene a pasar una noche de camino a playa Venao, pero donde podría quedarse perfectamente unas semanas.    



Playa Venao, igual que Santa Catalina, es un punto importante en Centroamérica para practicar surf, pero cuando llegamos al alojamiento vemos que la previsión de olas para los próximos días es escasa, así que tenemos que buscar alternativas.


Una tabla de surf siempre es útil, aunque sea para hacer el mono.


Uno de los cambios que empezamos a notar en lo poco que llevamos de aventura es que nos estamos volviendo más positivos, intentamos ver siempre el lado bueno de las cosas. Y es que si fuera de otro modo, habría días que no saldríamos de la cama, por el clima, por ejemplo, y en un viaje de este tipo uno no se lo puede permitir. ¡Porque tenemos mucha suerte de poder estar haciendo algo así y porque hay demasiado que ver!

Por ejemplo, si empezamos una caminata y de repente se pone a llover, lo aceptamos como un rasgo más del treking. Si llegamos a un pueblo y está todo cerrado porque es feriado, salimos a la calle a ver cómo los niños desfilan con el uniforme escolar. Y si en playa Venao vemos que casi no hay olas para hacer surf, es porque tenemos que aprovechar y practicar algo de yoga.




Así que eso hacemos. La clase con Loli es en una cabaña frente al mar. ¡Menudo lujazo! Tras una hora abriendo coxis, estirando piernas, limpiando pulmones y girando el tronco, vamos a andar un rato por la playa. Lástima que sólo estemos de paso, hacer algo así a diario tiene que ser tan bueno...




Pero nos queda poco más de una semana en Panamá y queremos ir a la capital y a San Blas. Os avanzamos que San Blas es EL paraíso, que en el paraíso también diluvia y que nos costó bastante adaptarnos a él.    



lunes, 19 de noviembre de 2012

Día 53. Santa Catalina y Santa Fe


Llegamos a Santa Catalina agotados. Nos hemos levantado a las cinco de la mañana para agarrar el primero de los tres autobuses que tenemos que enlazar y sólo queremos llegar, descargar la mochila y darnos una ducha. Por suerte, el alojamiento está de lujo: delante de la playa y lejos del pueblo. 



Cuando llegamos a Hibiscus Garden, la marea está tan baja que puedes andar y andar sin mojarte los pies. No hacemos mucho porque mañana tenemos previsto ir a surfear, rondamos por el lugar, nos tumbamos en una hamaca a escuchar como uno de los chicos que viven allí toca el ukelele y charlamos con uno de los voluntarios, un valenciano que lleva  algunos meses trabajando en la granja del hostal. El ambiente es muy relajado, así que aprovechamos para leer y empezar a poner en marcha la ruta por Perú. 





Creo que en este hostal tomamos una de las mejores decisiones hasta el momento: cenar en el restaurante. Y optamos por el plato fuerte: lubina con langosta, gambas, verduritas y arroz. “Para dos, por favor.” Aquí va una foto:



Está todo exquisito. Es la segunda langosta que comemos en veintinueve años y creo que podríamos comer un par o tres de ellas al mes perfectamente. Disfrutamos como niños, ¡es que está todo riquísimo!

Al día siguiente vamos con una chica y un chico alemanes a hacer surf. Mientras Fran y ellos surfean, yo tomo el sol y leo. Pasamos el día en la playa, lástima que la última media hora empieza a llover como si el mundo estuviera a punto de acabar. Cogemos las toallas y las mochilas y corriendo nos vamos para el coche. Antes de llegar al 4x4 tenemos que cruzar un río: falda por los hombros, mochila en la cabeza y un zapato en cada mano. ¡Aquí el clima es la atracción principal! 








Dejamos Santa Catalina para ir hacia el interior, hacia Santa Fe (de santos va la cosa, en unos días iremos a San Blas). El paisaje que envuelve Santa Fe es asombroso, montañas diminutas, de verdes intensos y una brisa que agradecemos muchísimo después de los días de calor que estamos pasando. 




Hacemos una excursión de unas cinco horas (cómo no, nos perdemos) con un lugareño machete en mano que decide unirse a nosotros a medio camino. Nos cuenta sobre su familia, sobre el trato que los panameños dan a los turistas y nos hace mil y una preguntas acerca de Europa. La cosa va más o menos como sigue: 

-¿De dónde sois?
-De España, de Barcelona. 
-Ah…  Justo ayer estaba leyendo sobre la historia de España. Cuántas cosas han pasado, ¿verdad? Conquistas y guerras… La mayoría de los panameños creen que los españoles fueron unos maleantes y que acabaron con todo. Pero, claro, yo digo: “Pues si llegaron aquí y los atacaron los salvajes, bien se tendrían que defender, ¿no?
-Bueno, tampoco hay que…
-¿Y Francia qué tal? ¿Están fuertes verdad?
-Sí, pero Alemania es la que maneja el cotarro ahora porque…
-Justo ayer estuve viendo un reportaje en televisión sobre la guerra de los alemanes. Una guerra que empezó por las envidias, eso fue lo que pasó. Porque, claro, los alemanes siempre han sabido mucho, sobre todo de ciencia y tecnología, y siempre han sido muy fuertes.
-Hay mucho  europeo que se está yendo a Alemania por trabajo y…
-¿Italia cómo es? ¿Aún hablan latín?
-Nosotros sólo hemos estado en Roma y no ya no…
-¿De dónde sois vosotros?
-De España.
-¡Ah, España! ¿Y África cómo es?
[Silencio]

Sinceramente, creo que el señor buscaba más a alguien que le escuchara que a alguien con quien mantener una conversación. Y ahí estuvimos nosotros, asintiendo todo el rato y con los oídos bien abiertos, al tiempo que intentábamos respirar algo de aire puro mientras subíamos trescientos metros de empinadísima pendiente. 




La ventaja de estar solos en el hostal es que el dueño, un argentino aficionado al fútbol, claro, nos invitó a cervezas y a ver el partido Panamá-España. 




Esa misma noche llegaron un par de chicos que habíamos conocido en Boquete: Maria y Toirealach. Encontrarnos a gente con la que hemos coincidido en otros lugares nos hace una ilusión tremenda.  Por poco que hables con ellos y por breves que sean las relaciones que establecemos, unas con más feeling que otras, compartes tiempo y vivencias. Por un rato, son tus amigos a tantos kilómetros de casa. Con esta pareja de recién casados nos entendemos bien. Y es curioso porque unos días más tarde los volveremos a ver en ciudad de Panamá (¡un saludo, chicos, y muchas suerte con vuestros proyectos!). 

En Santa Fe descansamos muchísimo y pensamos que antes de ir hacia ciudad de Panamá y San Blas sería buena idea hacer surf una vez más, así que ponemos rumbo a playa Venao, sólo tenemos que enlazar como cinco minibuses y pasarnos todo un día viajando, pero seguro que la experiencia vale la pena.







sábado, 17 de noviembre de 2012

Día 48. Bocas del Toro



Para llegar a Bocas del Toro tenemos que agarrar dos buses diferentes y una lancha (véanse más abajo las fotos del lavabo en la "parada de lanchas", no tienen desperdicio). Hablamos de buses, pero en realidad son minifurgonetas tuneadas al gusto del conductor. Las hay más sobrias, con el tapizado de los asientos en terciopelo gris; más ambientadas, con la cabina del conductor llena de abetos olorosos de todo tipo; más hi-tec, con un televisor de plasma más grande que el de muchos hogares españoles, y más pitbulleras, con el tapizado de flores y a ritmo de “Mami, dame ricoooo”, “Papi, toma tu medicinaaa”, “Me gusta sabrosonaaaa”. Al principio, hace cierta gracia: “Anda, aquí también suena Pitbull”, pero cuando ya van por la quinta canción seguida, lo único que quiero es tirarme por la miniventana de la minifurgoneta, si cupiera por ella, claro.


Directito al mar.
Llegamos a Bocas con Lisa y Henry, un colombiano y una italiana que conocimos en Boquete y con los que hicimos muy buenas migas (¡un saludo chicooooooooooooos!). La primera noche nos alojamos juntos en un auténtico tugurio. Al día siguiente, salimos por patas y encontramos algo que está mucho mejor: Mondo Taitu. Queremos ir a Cayos Zapatillas (allí se rodó la primera edición de “Supervivientes”), dicen que es un auténtico paraíso, pero sólo se puede visitar en un tour y nos parece carísimo, así que abandonamos la idea. Seguro que hay otras alternativas.

La calle principal de Bocas del Toro.
Por ejemplo, la playa de las Estrellas. Hasta el momento, sólo he visto una estrella de mar, cuando hicimos snorkel en Corcovado y la posaron sobre mi mano. En la playa de las Estrellas sólo tienes que darte un baño para verlas. Es impresionante. A cada paso hay una, y son inmensas y de diferentes tonalidades naranja. Seguimos en temporada baja y no hay ni un turista, así que nos ponemos antimosquitos para que no nos coman y dedicamos el día a leer, escribir y buscar estrellas. Cuando regresamos al hostal, nos espera una gran cena preparada por Henry, es cocinero y sabe lo que se hace entre fogones. Tenemos que reconocer que desde que salimos de Barcelona, no hemos comido en ningún sitio mejor que con ellos.  






Durante nuestra estancia en Bocas también vamos a isla Bastimentos. Allí hay una playa llamada Red Frog, en la que se puede ver una especie de rana, diminuta y roja, que sólo vive en este rinconcito del mundo. Fran tiene la suerte de ver una. Como nos hace un día de sol espléndido, nos relajamos en la arena blanca una vez más. Aquí la palabra “estrés” no existe… Lástima que no tengamos fotos de este día, varios locales nos avisan de que los robos en dicha playa suelen ser frecuentes, así que decidimos dejar la cámara en el albergue e ir casi con lo puesto. 

Foto de archivo.

Cero estrés.

Nos despedimos de Bocas del Toro con una cena exquisita con Henry y Lisa: dorada con mostaza casera, patacones, arroz al curry y ensalada con limón. (Mamás, como veis estamos comiendo muy bien. Amigos, tranquilos, estamos tomando nota de todo para preparároslo cuando regresemos.) Llevamos una semana viajando juntos y se nos hace raro pensar que mañana cada uno irá por su lado, ahora que nos habíamos acostumbrado a la compañía… Pero, no sé por qué, algo me dice que esto no se acaba aquí. 




Dejamos Bocas del Toro y nos dirigimos a Santa Catalina, uno de los mejores spots de todo Centroamérica para hacer surf, pero antes tenemos que pasar una noche en David. Así que, como comentábamos en la anterior entrada, regresamos a la primera ciudad que pisamos nada más entrar en Panamá. 

El hostal está bien. Esta vez decidimos dormir en una habitación colectiva, son más baratas, y nos toca con una pareja de australianos, un alemán y un estadounidense entrados en edad. Hasta ahí todo bien, cap problema. La cosa empieza a enrarecerse cuando vemos que el señor estadounidense abre cada dos por tres su locker para beber de una botella que no alcanzo a ver… Olvidamos el asunto, pero diez minutos después de que el señor caiga rendido en su cama (sobre las once y media de la noche), empieza a roncar de la forma más exagerada que he oído en mi vida. Sólo diré que me dan ganas de levantarme y aporrearle con la almohada, pero sus repentinos gritos en inglés y los manotazos que da al aire me detienen. Una hora y media después, me levanto y me voy a dormir a recepción, con Gustavo, el vigilante nocturno, y Cutesi, el perro. Veinte minutos después, sale el chico australiano; diez después, su novia y cinco después, voy a buscar a Fran. Es imposible no volverse loco ahí adentro. Cuando el vigilante ve el panorama, nos cambia de habitación. Pero lo mejor de todo es que cuando Fran y yo entramos a la habitación donde el señor duerme tan a gusto a buscar nuestras cosas, nos damos cuenta de que el tío está espatarrado en medio de la cama… ¡en pelota picada! Como sus gritos en spanglish y sus movimientos espasmódicos no han sido suficiente, nos vamos a dormir con la imagen de la chorra de dicho señor en la mente. ¡Qué horror! ¡Y qué ganas de llegar a Santa Catalina!

Empieza a ser urgente arreglarle el ojo a Pingu. Laura, ¡ven corriendo!



viernes, 16 de noviembre de 2012

Día 44. De la frontera al volcán Barú


Salir de Costa Rica y entrar en Panamá no tiene demasiada complicación. Era la primera frontera que cruzábamos a pie y, a pesar de que nos volvía a faltar un papel, fue todo bastante bien.  Hubiéramos tardado poco más de dos horas entre las gestiones de un lado, las del otro y el control del equipaje si no hubiéramos coincidido con un chico cubano que llevaba tabaco en la maleta. Lo tuvieron en el control más de cuarenta minutos… Suerte que no se dieron cuenta de la navaja que lleva Fran entre los calcetines.

Establecemos el primer contacto con Panamá a las nueve de la noche y con un taxista que decide timarnos. El precio del trayecto de la estación de autobuses al hostal, de repente, se triplica. Nosotros no tenemos referencias, y sí que nos parece un poco caro en comparación con otros sitios, pero venimos de la carísima Costa Rica, así que apoquinamos y listo. Pero cuando se lo contamos a la dueña del hostal de David, donde íbamos a pasar nuestra primera noche en Panamá, nos dice: “Chicos, lo siento, pero os han robado. No sé qué habrán visto en vosotros… Normalmente, se aprovechan de los típicos matrimonios extranjeros, mayorcitos y con maletas de ruedas. Como a los mochileros os ven medio pobres…” ¡Pues empezamos bien!

En David sólo pasamos una noche. Lo que nos sabemos aún es que en unos días volveremos y dormiremos en ese mismo hostal. Y lo que desconocemos más todavía es que apenas dormiremos unas horas por culpa de un estadounidense exhibicionista y parlanchín. Pero eso lo dejamos para la siguiente entrada.

¡Vamos al cole!

Nuestro primer destino real es Boquete. Un pueblo situado entre montañas y bien tranquilo. Hace unos años, una publicación norteamericana le concedió el cuarto puesto  en la lista de los mejores lugares a los que retirarse. Desde entonces, no han parado de llegar extranjeros. El principal atractivo de esta zona es el volcán Barú. Inactivo y de 3.500 m de altitud, nos da miedo, por lo menos a mí. Así que necesitamos dos días para decidir si subimos o no (después necesitamos tres más para recuperarnos. Totalmente cierto).


La subida al volcán es horrorosa y mágica al mismo tiempo. Empezamos a las doce de la noche junto con otros compañeros del albergue. La idea es llegar a la cima a las cinco y pico de la mañana, ver el amanecer y luego bajar y dormir durante todo el día. Pero como decía, el ascenso no tiene precio. Es de noche y el cielo no puede estar más despejado. Hay tramos en los que no necesitamos linterna, es suficiente con la luz de la luna y el millón de estrellas que agujerean el cielo. A pesar de que necesito parar casi cada ciento cincuenta metros para respirar, no hay ni un p*** tramo llano, intento disfrutar al máximo de la experiencia. 
Andar por el bosque a las doce de la noche, solos (los demás ya nos han adelantado), con el ruido de los bichos, es algo que no habíamos experimentado antes y nos gusta. 


Tras subir mil quinientos metros de desnivel en catorce kilómetros, llegamos a la cima. Antes de alcanzar a la cruz, nos ponemos la sudadera, los guantes, la bufanda y el gorro. Queda media hora para que salga el sol, ¿y qué mejor forma que calentar la espera que tomando ron a palo seco? 



Con el amanecer no tenemos tan buena suerte como con la noche, y las nubes (de formas extrañísimas, por cierto) nos impiden ver del todo el paisaje, así que empezamos el descenso. Tardamos menos en llegar a la caseta de entrada al parque que en subir a la cima, tenemos ganas de regresar al hostal, ducharnos y dormir un poco. Pero cuando sólo nos quedan cuatro kilómetros para dar por concluida la caminata, mis rodillas dicen “basta”. No puedo más. No es que me duelan las rodillas en las bajadas, es que me duelen nada más levantar el pie del suelo. Empiezo a contemplar la posibilidad de llamar a un helicóptero, pero Fran me garantiza que ya queda poco. Creo que hace una hora que me asegura que ya queda poco…, pero, de repente, dice: “¡Ya veo la caseta!” Nunca antes unas palabras me hicieron tan feliz. 






Por desgracia, y cuando uno menos se lo espera, las cosas pueden empeorar con una facilidad pasmosa. Llegamos a la caseta y le decimos al chico que queremos pedir un taxi para que nos lleve al hostal. “No hay problema, yo les doy el número, pero la parada de taxis queda a un kilómetro. Hasta la caseta no suben.” ¡No puede seeer! 






Me paso los siguientes tres días andando como si fuera un robot. Bueno, yo y el resto del hostal. Decidimos que cuando nos recuperemos iremos hacia el norte: Bocas del Toro. Un conjunto de islas que prometen fiesta y playas de arena blanca.