domingo, 30 de diciembre de 2012

Día 83. Bolivia. Parte I


Puno y la frontera con Bolivia

Para cruzar la frontera con Bolivia tuvimos que ir hasta Puno, dormir una noche allí y a la mañana siguiente agarrar un autobús hasta Copacabana. Puno nos pareció un pueblo tranquilo. Para los turistas, un lugar de paso. 

Estábamos un poco preocupados por el tema de cruzar la frontera, principalmente porque no llevábamos billete de salida de Bolivia y, hasta el momento, en todas las fronteras que habíamos cruzado nos habían pedido el tiempo que pensábamos estar en el país y un billete de salida. 

Llegamos al límite fronterizo peruano y nada: nos sellan la tarjeta de inmigración y para adelante. Doscientos metros  más hacia allá, ya estamos en territorio boliviano. Entramos en una especie de recibidor y un chico nos pone un sello de treinta días en el pasaporte. Nada más. Ni de dónde venimos, ni hacia dónde vamos, ni a qué nos dedicamos, ni registro de maletas. El equipaje ni lo sacamos del autobús. ¡Pasmados nos quedamos!


Llegamos a Copacabana diez minutos más tarde, teníamos reserva en un hostal que prometía mucho por veinte dólares la noche. Pero el mafias de la compañía de autobuses nos ofrece uno por once. Como vamos de tiraos, aceptamos. Resultado: nos dan una habitación en el sexto piso (sin ascensor, no sabéis el esfuerzo que conlleva subir seis pisos a casi 4.000 m de altura, cada vez que subíamos llegábamos a la habitación con el corazón en la boca), con las sábanas súper sucias y el baño inundado de agua. Pues nada, esa noche no nos duchamos. Y a la siguiente tampoco.  

Copacabana y el primer chasco: isla del Sol

Nada más llegar a Copacabana nos dirigimos al puerto a comprar los billetes para la isla del Sol. Los conseguimos a buen precio y empezamos a buscar albergue porque nuestra idea es pasar un par o tres de días en la isla, aislados del mundanal ruido. 

Vista del lago Titicaca desde la habitación del hotel
Cuando ya lo tenemos todo más o menos atado buscamos un lugar donde comer. Comemos bastante bien, pero cenamos horrorosamente mal. Yo me pido un par de tacos con tomate y guacamole. Hasta ahí bien, pero cuando me los traen calientes, ya no tan bien. Y Fran se pide una pizza. El asunto no tenía demasiado misterio, pero de repente vemos que un niño sale pitando del bar, cinco minutos después vuelve con una pizza en la mano, pero al plato de Fran sólo llega media (¡!). Cuando el chico que nos atiende nos pregunta si está todo rico, no sabemos qué contestar. Creo que con la cara lo dijimos todo. Pero no importa, sólo queremos que amanezca para irnos a la isla.


Nos levantamos a las siete de la mañana y llueve. A la una y media de la tarde sigue lloviendo. Ya tenemos asumido que no vamos a ir a la isla del Sol (nooooooooooooooor). 

Empezamos mal, pero no pasa nada, otras islas maravillosas nos esperan más adelante (o eso deseamos).  Así que lo recogemos todo y nos vamos hacia La Paz en el primer autobús que sale. La chica del hostal dice que nos harán descuento  si decimos que vamos de su parte. ¡Mentiraaa! No nos hacen descuento, lo que pasa que el bus en el que nos meten es un cuchitril y cuesta menos. 

La única foto que tenemos de la isla del Sol

Nuestro autobús también tenía que cruzar el lago

Nos armamos de paciencia y positivismo para que las cosas en La Paz mejoren. 


La Paz: ¿vámonos de aquí?

Pero no lo hacen. La Paz nos parece un lugar gris, ¿será porque llueve? Demasiado grande y con demasiada gente, tubos de escape y pitidos de coche en exceso. El hostal parece una cárcel, con las habitaciones alrededor de una especie de patio, los baños minúsculos y las duchas intocables. 


No estamos teniendo suerte, está claro. Por un momento pensamos en salir de Bolivia al día siguiente, hacer las maletas e irnos directamente a Chile (¿o a casa?), pero nos metemos en un café a reflexionar. No queremos precipitarnos y, sobre todo, no queremos que esto acabe aquí, así que decidimos darle al país (y él a nosotros) una segunda oportunidad. 

Cena callejera en La Paz
Al día siguiente por la noche iremos a Sucre, al otro a Potosí y al otro a Uyuni, a ver si el salar más grande del mundo nos arrebata una sonrisa. 

jueves, 27 de diciembre de 2012

Día 78. Arequipa y el cañón del Colca


Llegamos a Arequipa y nos vemos inmersos en una situación bastante cómica. Le decimos al taxista que nos lleve a un hostal y nos dice que si allí no tienen sitio, él nos lleva a otro por el mismo precio. La cosa huele a comisión que tira para atrás, pero le decimos que ok convencidos de que en el nuestro habrá camas. Llegamos y, efectivamente, hay camas, pero nosotros andamos buscando dormitorio compartido así que le pedimos que nos lleve a otro hostal que teníamos visto. Y nos dice que no, que justo esos días hay unas jornadas de no sé qué y que el hostal que nosotros queremos segurísimo que está a tope (vamos, que en ése no le dan comisión). Son sólo las siete de la mañana y venimos muertos de un viaje de casi doce horas en bus, así que le damos el gusto al señor y le decimos que nos lleve al hostal que él dice con la grata sorpresa para nosotros de que está lleno, y esta vez de verdad. 


Después de dar cinco vueltas por el pueblo con el taxi, regresamos al primer hostal, el que no tenía dormitorios y, por lo que se ve, así tenía que ser porque allí conocimos a una pareja de valencianos, Jovi e Inma, con los que pasamos los siguientes cuatro días. ¡Cosas de la vida!

Los cuatro queremos hacer una ruta por el cañón del Colca (el segundo más profundo del mundo, por delante del cañón del Colorado) así que al día siguiente nos vamos a ello con nuestro guía, David, y Michele, un chico italiano. No sin pasar primero por una serie de situaciones que retrasan nuestra salida: cambio de chófer antes de salir de la ciudad, un señor que se sube a nuestra furgo por error, paradita para comprar papel y no sé qué más porque ahí ya me quedé dormida. Pero lo mejor es que cuando ya vamos en camino, ¡pinchamos!


A las nueves y pico de la mañana, tras desayunar unas olivas y un poco de pan, paramos a ver el vuelo del cóndor. Sé que así leído y desde la distancia parece una chorrada, pero es asombroso ver cómo esos pajarracos consiguen volar sin apenas mover las alas, sólo siguiendo las corrientes térmicas. 



                                    

Tras dicha observación, iniciamos la ruta. ¡Yujuuu!



El descenso del primer día es bastante bestia, sobre todo porque nos pilla el sol de mediodía, nos fatiga y nos deja casi sin energía. Suerte que la rodilla me responde bastante bien y sólo al final noto una pequeña molestia. 




El día dos lo iniciamos con una grata sorpresa: panqueques con plátano y dulce de leche para desayunar. ¡Mmm! La primera parte de la ruta es bastante llana pero la segunda vuelve a ser descenso y ahí sí que mi rodilla dice basta. Por suerte, al final del día nos espera una piscina en medio del oasis del cañón y un riquíiisimo pisco sour. ¡Sólo hago que pensar en eso! La cena es un poco bestia: sopa con arroz y espaguetis. Pero ya nos viene bien porque al día siguiente nos espera un largo y agotador ascenso.








En tres horas tenemos que subir el desnivel que hemos bajado en dos días, así que salimos a las cinco de la mañana para que no nos pillen los primeros rayos de sol y a las ocho menos cuarto ya estamos arriba. ¡Qué sensación más gratificante la de conseguir algo así tras tres horas de querer regresar de nuevo al oasis!


De izquierda a derecha: Jovi, Inma, Débora, Fran, Michele y David.
Volvemos a Arequipa bastante cansados, pero muy contentos. Nos despedimos de los chicos con pena, unos se acostumbra muy rápido a la buena compañía tras tantos días sin compañeros de viaje.  

Día 75. Aguas calientes y Machu Picchu


Pasamos una noche en Aguascalientes para poder llegar a Machu Picchu a primera hora. También compramos la entrada para subir a Wainapicchu, la montaña que protege a MAPI y desde la cual se pueden disfrutar de unas vistas de la Ciudad Sagrada impresionantes. 

Aguascalientes no tiene nada. Bueno sí: millones de bares, restaurantes y hoteles para turistas. Lo que más nos sorprendió es que cuando llegas por narices tienes que pasar por dentro de un mercado de artesanías. Por si fuera poco, desde el tren hasta la entrada del mercado nos vimos rodeados por un paseíllo de personas que nos ofrecían de todo. ¡Menudo agobio! Suerte que sólo era una noche…



A las seis de la mañana ya estábamos en la entrada de Machu Picchu, impacientes. Mucha gente nos había dicho que por mucho que imagines, en este caso la realidad supera la ficción. Y así es. La sensación de estar en Machu Picchu prácticamente solos es indescriptible. A las seis de la mañana hay gente, pero cruzamos toda la ciudadela para llegar a las puertas de Wainapicchu sin nadie que nos entorpeciera la visión. Fue uno de los momentos más mágicos de lo que llevamos de viaje: Fran, yo y una llama enooorme en medio de la ciudadela, aún con las primeras brumas. 






Parecía que iba a despejar, pero todavía teníamos que subir el Wainapicchu. Una ascensión de una hora sin tregua, escalón tras escalón, agarrándonos a las cuerdas enganchadas a la pared y a no sé cuántos kilómetros de altura que no facilitaron nada la tarea. Si a eso le añadimos la gastroenteritis y los cinco kilos que llevábamos cada uno a la espalda… vamos, que al bajar nos tendrían que haber dado una medalla. Sobre todo cuando nos dimos cuenta de que en la entada de Machu Picchu hay un guardarropa donde se pueden dejar las mochilas (¡aaarg!). 






La cima de Wainapicchu es un auténtico festival. Todos los turistas que suben en el primer turno llegan más o menos a la misma hora. Allí conocimos a unos chicos de Madrid y a una chica de León que está viviendo en Chile. Y eso que la roca que corona la cima debe de tener unos dos metros cuadrados.  Eso sí, las vistas desde ella quitan el sentido. Mientras subíamos teníamos dudas: no sabíamos si al final iba a despejar, así que cuando llegamos a la cima y vimos que Machu Picchu se veía impresionante, podéis imaginar lo contentos que nos pusimos.




El descenso es mucho más rápido y divertido, y uno baja también más animado porque sabe que toca pasear por todo Machu Picchu: las terrazas, el templo del Sol, el del Cóndor, la zona de las hechiceras…








Acabamos reventados y todavía teníamos que bajar a Aguascalientes en tren, coger un autobús en Ollantaytambo que nos llevara a Cuzco y en Cuzco agarrar otro que nos dejara en Arequipa. Suerte que la bajada en tren a Aguascalientes fue una auténtica fiesta. ¡Hacía tiempo que no nos reíamos tanto! Y es que el divertimento del tren no tuvo desperdicio: un hombre vestido de gato con un traje tradicional lleno de cascabeles se paseaba por el pasillo saltando, bailando y aplaudiendo, pero lo mejor fue cuando los azafatos hicieron un desfile de moda con prendas hechas con lana de alpaca. ¡Y Fran y yo que creíamos que era una broma cuando lo anunciaron por megafonía! ¡Qué hartón de reír! ¡Y qué gran modo de terminar el día!